viernes, 4 de junio de 2010

Miguel Oyarzábal


A CADA UNA DE LAS LÁMPARAS

Debo el poema a las lámparas
tal vez para otro libro
o para nunca.
Sí, es cierto que me fueron fieles desde el primer lápiz,
desde la pluma cucharita y el tintero involcable,
que las descubrí en la adolescencia,
que las hice mías cuando todavía era muy joven,
que las traje al sur
para velar saudades de mapa arriba:
Pero aún ignoro de dónde vienen,
Cómo funcionan, por qué.
Creo que se parecen al sol de las cinco de la tarde
como el que se quedaba apoyado en el tapial de mi infancia,
o al de las nueve de la mañana pintandome el desayuno.
Siempre caen inclinadas en la parte más cálida de la mesa
Dejando ver claramente los trazos, las palabras, las torpezas.
Son las muletas justas
para que el ojo rengo deambule por la hoja sin caerse
y cuando la mirada se pone en blanco ignorando el papel,
se convierten en el escenario donde los dioses bailan
y sentencian a la mano a escribir cien veces me duele.
Creo que también alumbran como las lunas de la medianoche,
cantando sin alzar la voz
para que sea yo el que baila con los recuerdos,
el que arme sus nombres con el humo del cigarrillo,
el que le ponga el costado a las historias que no fueron,
el que sangre seriamente en el final de cada verso,
el que distinga entre el poema y la niebla.
Así es que las busco cuando prescribe el día
y las empuño como un timón,
como la brújula que me guía.
Hasta que por la ventana vuelva a aparecer el horizonte.




SIESTA

En la sala de espera
una poesía duerme la siesta.
Al amparo de los paraísos la estación está a salvo;
el paisaje local,
descansa recostado contra las lomas del oeste;
el aire, cuidadoso,
se guarda de no incomodar al silencio
y deja a las nubes donde están;
sólo algún perro taciturno
se atreve a cambiar de lugar de vez en cuando.

El carguero ahoy no viene
y el rápido no pasará hasta después de la cena;
así que el cambista
desde su condición de cambista
duerme la siesta,
el guardabarreras se siente guardabarreras
y duerme la siesta,
el jefe se sabe jefe
y tranquilo duerme la siesta,
y el poeta del pueblo
seguro de haber escrito a la poesía definitivamente,
también duerme su siesta a tragos largos.
Pero yo,
que soy el otro costado de la poesía,
ni siquiera puedo simular el sueño:
saco a la tarde de la tarde y tomo por asalto el andén,
desato la campana que está junto a la boletería
y a badajazos limpios
rompo las ventanas,
doy vuelta los bancos de la sala para que no queden dudas,
despierto a la poesía que sueña con ser despertada
y me voy con ella de la mano por la vía,
que no está muerta



AMANECIDOS

Siempre aparecen a esta hora;
son los últimos vampiros,
bebedores de la savia nocturna de la vida.
Los veo;
con los párpados gastados y sin hablar
me cuentan de esta noche,
que no es distinta a las demás.
Ellos son los que pasaron el límite de las dos, o de las cuatro,
y que aún escarban en los huecos de las luces,
en el gusto somnoliento de café con cigarrillo.
Deambulan, casi en patota, casi solos;
hasta que el sol los atrapa en mitad de la vereda;
es la hora de partir
y parten
desperdigados,
buscando un lugar donde caer
para olvidarse hasta de sí mismos
y esperar que el día se olvide de ellos.
Se van solos, sin ruidos;
no hacen falta las cruces para ahuyentarlos,
cada cual lleva la suya.


Nota: Nació en Salto Provincia de Buenos Aires en 1948. Publicó cuatro poemarios; fue becado por el Fondo Nacional de las Artes y la Fundación “Futuro”. Hizo periodismo radial y escrito.

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