sábado, 8 de enero de 2011

Gastón Franchini



De La Cola del León

la higuera.

mi abuelo, el abuelo de mi madre,
la madre de mi abuela, el padre y el padre
de mi padre, todos un día habían volado por el aire,
o se habían secado, de golpe,
como un árbol de higos,
y de eso no había dudas.
algunos de manera fácil
casi sin resistencia,
como si de repente pisaran una mina.
otros de forma rimbombante
como un pez que pelea
aunque ya el anzuelo está bien adentro.
incluso algunos de maneras ilusorias
por ejemplo ese tío que murió de un baldazo de agua;
el tipo estaba borracho
y a alguien se le ocurrió un buen remedio.
pero todos, uno y cada uno,
los blancos y los negros,
los doblados y derechos,
habían reventado
abajo de una higuera, al sol.
un árbol enorme y gris
que alguien allá, muy allá,
había plantado
porque en la verdulería, eso sí,
se puede conseguir cualquier cosa,
menos higos.
porque los higos, no hay duda de eso,
son cosa que uno hace crecer,
o no conoce nunca.
por esa época
yo creía en todas las alquimias
acerca de ese árbol,
creía que mi pueblo, y mi vida
estaban metidos en ese hoyo,
y que nuestro deber
era hundirnos del todo,
o salir a flote.
entonces hacía un agujero en la tierra
y sepultaba sal, o orinaba,
o con una jeringa
inyectaba agua sucia,
porque alguien me había dicho que así
se mataba, de a poco, a un árbol.
no sabía todavía que la única manera
de salir de un pozo, es meterse en otro.
y que todos los pozos son iguales, o más o menos;
algunos más hondos,
algunos más húmedos
o secos,
algunos asfixiantes.
porque los higos, eso sí,
son cosa que uno hace crecer,
o no conoce nunca.


los renacuajos

nunca sabré si era invierno o verano
porque no sé en que momento exacto
los renacuajos se hacen sapos.
solo podría ayudarme para recordarlo
una estufa a querosén:
porque por esas épocas
nos calentábamos trayendo del almacén
un bidón de veinte litros
que arrastrábamos entre mi primo y yo.
habíamos nacido en una familia de locos
y eso éramos:
varios tipos flacos y de anteojos.
juntábamos cosas de la calle
y después las vendíamos por monedas,
o con un destornillador, haciendo palanca,
le sacábamos las chapas a los autos
y las cambiábamos por helados de agua.
todavía no éramos el chico serio,
o el chico muerto que seríamos después;
dos pobres diablos
en un mundo demasiado grande.
pero aquella vez, con una lata de batata,
en un zanjón de dos o tres metros,
habíamos atrapado a un centenar de larvas,
tan estiradas como nosotros.
entonces, en una palangana las veíamos nadar.
para divertirnos
inventábamos carreras de renacuajos,
hacíamos pistas de agua en la tierra
y los largábamos.
con el correr de los meses
les crecieron unas colas alargadas
y de a poco, las patas y hasta los ojos.
pero nosotros esperábamos que les saliera la lengua.
poníamos moscas y bichitos para incentivarlas.
una noche a mi primo se le puso
que los renacuajos nos iban a comer,
que iban a crecer como tiburones enormes.
recuerdo que le dije que eso era imposible
que el crecimiento,
igual que sucede con los árboles y las plantas,
depende del espacio: se necesita un mar
para hacer crecer tiburones, le dije.
todavía no éramos dos tipos flacos y altos
en un mundo de tipos flacos y altos.
pero el final fue mucho menos dramático.
un día mi primo se cansó
de estar viéndolos todo el día
y me dijo que el cuento de los renacuajos
había terminado.
creo que eso era cierto,
no podíamos pasarnos el resto de los días
con los ojos puestos en la pecera.
entonces volcamos la palangana
y vimos como los sapos
morían.




la batalla.


rodi había traído la receta del cemento,
entonces lo metimos en latas de tomate,
en latas de aceite: en tarros de 5 o 20.
y fijando un palo de escoba
en el cemento fresco
habíamos hecho las pesas
con las que pasaríamos el resto del invierno.
yo pensaba que los músculos
eran producto de los golpes, y los golpes
algo que uno tenía o no tenía.
no me imaginaba
que uno podía hacer músculos
con series de 10.
pero angelito había traído una rutina
y ahí estábamos los tres:
angelito, rodi y yo todas las tardes
levantando pesas
y hablando de mujeres o pajas
que en esa época eran lo mismo.
a veces las conversaciones
eran tan imposibles de sostener
que terminábamos haciéndolo.
dejábamos las pesas a un costado
y eligiendo una mujer para cada uno,
lo hacíamos los tres al mismo tiempo.
casi siempre
angelito llegaba primero, y eso
nos parecía una cosa de macho.
luego nos quedábamos callados,
cada uno en lo suyo
haciendo la rutina.
una vez
angelito dijo que lo estaba haciendo
con la chica que le gustaba a rodi
y terminamos a las piñas.
rodi le dijo que no podía hacerlo
con la chica que a él le gustaba,
nunca más, que lo jurara.
y angelito le contestó
que las mujeres no eran de nadie
y que él lo hacía con quien quería.
al final de ese invierno
ya teníamos apodos:
angelito, el tigre de cemento
destructor de piedras.
rodi, el topo de acero.
a mí me habían puesto el rata


Nota:nació en 1977 en Villa Adelina, creció en Maipú (Bs. As.) y en la actualidad reside en Mar del Plata. Sus libros son Numerosos Etc. (1999); Bonus Tracks (2000); Game Over (2003) y Siete Ciervos (2005). Permanecen inéditos Plástica; Portland; Bueyes Perdidos y La Cola del León.

3 comentarios:

  1. La memoria descarnada y el verbo sin adornos es tu camino. Adelante, Gastón, con esas banderas tan contemporáneas y expresivas.

    Claudio Simiz

    ResponderEliminar
  2. Respuestas
    1. ya se que sos vos geronimo lamontagna del instituto ayelen mar del plata. 3ro banco de adelante 2013.

      Eliminar